Ceremonia de ingreso de don Leopoldo Solís

Miércoles, 19 de Agosto de 1987.

El lenguaje y pensamiento económico

 

La mayor parte de las veces el lenguaje se examina como un proceso de intercomunicación personal. Pero el lenguaje es, además, uno de los varios aspectos de la cultura; primus inter pares, en tanto que hace posible la creación, transmisión y acumulación del conocimiento y de numerosos bienes culturales; en tanto que, antes de eso, el lenguaje parece constituir, en sí mismo, una manera de ver el mundo y la vida, una cosmovisión.

Además de la correspondencia entre el vocabulario y el inventario cultural, se ha señalado la presencia de una clase de asociación entre lenguaje y cultura que incorpora, por una parte, sistemas y aun subsistemas de orden gramatical y, por la otra, ideologías y conceptos de la vida que se señalan como característicos de culturas particulares: inclusive se ha llegado a apuntar que en una cultura existe cierto determinismo lingüístico.

Sapir ha escrito que "Los seres humanos no viven en un mundo exclusivamente objetivo; tampoco en un mundo de actividad social como se entiende usualmente; sino que están supeditados a las bondades del lenguaje particular que constituye el medio de expresión en su sociedad".[1]

El hecho es que en buena medida el “mundo real" está construido, inconscientemente, en los hábitos de lenguaje de un grupo. No hay dos lenguajes que sean suficientemente similares para considerar que representan una misma realidad social. Los mundos en que viven diferentes sociedades son mundos distintos, no meramente el mismo mundo con títulos diferentes.[2]

Quisiera aprovechar esta ocasión para compartir con ustedes algunas ideas que, como economista, se me ocurren acerca de nuestro lenguaje y del papel que desempeña la Academia Mexicana de la Lengua. A primera vista podría parecer que es bien poco lo que un economista podría decir sobre el idioma castellano. El público está acostumbrado a escuchar las opiniones de los miembros de mi profesión con respecto, por ejemplo, al dinero y al sistema monetario que tenemos, y, quizás con razón, piense que estamos mejor preparados para esta tarea y que nada tenemos que hacer opinando sobre nuestro lenguaje.

El análisis económico y sus innovaciones metodológicas y conceptuales se realizan, preferentemente, en otros idiomas, y acaso nuestra preocupación debiera centrarse en traducir con propiedad y comunicarnos con claridad y eficacia.

Este es un asunto muy delicado. Existen innumerables anécdotas sobre malas traducciones de textos económicos que deforman el sentido y carecen de elegancia. No encuentro mejor forma de expresar esto que citando a George Steiner, un lingüista, experto, entre otras cosas, en literatura comparada, quien señala que en toda acción del lenguaje va implícita, en un sentido lato, la traducción.

Es evidente que una lengua difiere de otra, y para que el mensaje logre “pasar” es necesario que se de esa transformación interpretativa que algunas veces es descrita, aunque no siempre con acierto, en términos de codificación y decodificación.

 

Cualesquiera que sean las causas subyacentes, la tarea de la traducción es siempre aproximada, constante. Hombres y mujeres se comunican gracias a una adaptación continua. Es como la respiración, un fenómeno inconsciente pero, como ella, está sujeto a la interrupción homicida voluntaria. Bajo la tensión del odio, del fastidio o del pánico repentino se abren grandes abismos. Parece entonces como si el hombre y la mujer se oyeran por vez primera y tuvieran la nauseabunda convicción de que no han compartido ningún lenguaje, como si su entendimiento previo se hubiese fundado en una jerga irrisoria que ha dejado intacto el verdadero sentido.

 

He estado tratando de formular una idea rudimentaria pero decisiva: la traducción de una lengua a otra [...] es un camino, una vía de acceso al lenguaje mismo. La “traducción" entendida en el sentido apropiado, es un segmento especial del arco de la comunicación que todo acto verbal efectivo describe en el interior de una lengua determinada.[3]

En suma, entre las lenguas, o dentro de una misma lengua, la comunicación implica siempre un acto de traducción. Un estudio de la traducción es un estudio del lenguaje. Existe incluso un concepto de traducción en el tiempo que consiste en traducir un mismo lenguaje de una época a otra, como ocurre al leer los clásicos. José Ortega y Gasset, muy cerca de nuestra tradición cultural, al tratar los temas de que nos hemos ocupado, dejó escrito lo siguiente:

Escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la norma vigente de la lengua. Es un acto de rebeldía permanente contra el contorno social, una subversión. Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien; el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima. Se encuentra ante el enorme aparato policíaco que son la gramática y el uso monstrenco. ¿Qué hará con el texto rebelde? ¿No es pedirle demasiado que lo sea él también y por cuenta ajena? ¿Vencerá en el la pusilanimidad v en vez de contravenir los bandos gramaticales hará todo lo contrario: meterá al escrito traducido en la prisión del lenguaje normal, es decir, que le traicionará? Traduttore, traditore.

 

En efecto: El asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla. Aun ateniéndonos a lo más inmediato que nuestro tema ofrece, tendremos por ahora bastante. En lo dicho hasta aquí me he limitado a fundar el utopismo del traducir en que el autor de un libro no matemático ni físico, ni, si usted quiere, biológico, es un escritor en algún buen sentido de la palabra. Esto implica que ha usado su lengua nativa con un prodigioso tacto, logrando dos cosas que parece imposible cohonestar: ser inteligible, sin más, y a la vez modificar el uso ordinario del idioma. Esta doble operación es más difícil de ejecutar que andar por la cuerda floja. ¿Cómo podremos exigirla de los traductores corrientes?

 

Pero es el caso que cada lengua comparada con otra tiene también su estilo lingüístico, lo que Humboldt llamaba su "forma interna". Por tanto, es utópico creer que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos.

 

Los perfiles de ambas significaciones son incoincidentes como las fotografías de dos personas hechas la una sobre la otra.

 

La traducción es el permanente flou literario, y como, de otra parte, lo que solemos llamar tontería no es sino elflou del pensamiento, no extrañemos que un autor traducido nos parezca siempre un poco tonto. [4]

La traducción como esencia de todo acto de comunicación mediante el lenguaje es muy importante, pero creo que también existen ideas de la teoría económica que pueden ser muy esclarecedoras en una charla acerca de nuestro idioma y del papel que esta Academia puede desempeñar en su conservación y evolución. En concreto, me parece que el concepto económico de bien público resulta particularmente útil para explicar no sólo la conveniencia para una sociedad de tener un idioma común, sino también la importancia de contar con una institución que lo sancione y vele por su conservación.

Bienes públicos son bienes económicos ordinarios cuyo uso no puede ser racionado, y cuyos beneficios no pueden ser asignados. Así el gasto en policía, protección contra incendios, salud pública, defensa nacional, mantenimiento de carreteras, educación y otros conceptos similares, constituye este tipo de bienes.

Los bienes públicos satisfacen deseos públicos, aunque no todos los bienes que satisfacen deseos públicos constituyen bienes públicos.

Los bienes públicos tienen la peculiaridad de que una vez que están disponibles no es posible evitar que cualquiera los utilice, sin importar que haya o no participado en su suministro. La ley y el orden público son ejemplos de bienes públicos. Su característica esencial es que son gozados, o aprovechados pero no consumidos; o sea, que se pueden derivar beneficios de ellos sin ningún acto de apropiación. De hecho, gozar de los bienes públicos es frecuentemente un acto inconsciente e involuntario. Así, si una sociedad agrega flúor al agua potable, aun aquéllos que sienten repugnancia porque se altere la pureza del agua, encontrarán que sus hijos tienen menos dientes picados. No existe, pues, en la mayoría de los casos referentes a bienes públicos, algún acto definido de consumo, ni ele incurrir en el costo marginal de proveer una pequeña cantidad del bien a algún beneficiario específico, ni acaso la existencia de una curva de demanda por los servicios de estos bienes. Todos estos instrumentos de análisis económico son irrelevantes para el examen de los bienes públicos. Así, ya que a nadie se le puede impedir que participe en su uso, a todos interesa el no incurrir en pagos, erogaciones, o contribuciones por apropiarse o disponer de ellos, si lo pueden evitar. He ahí que el poder coercitivo del Estado debe ser utilizado para obtener contribuciones que sufraguen dichos bienes y, cuando esto se hace sabiamente, todos se benefician, porque entonces es posible suministrar bienes deseados por virtualmente todos, mientras que, de otra manera, nadie podría disponer de ellos. Bienes de este tipo, por lo tanto, deben ser financiados por el Estado, o por filántropos, o como coproductos de ciertos bienes privados.

Hay muchos de estos bienes públicos, y no es fácil enumerarlos porque, como el aire, tienden a ser invisibles: ejemplos destacados son la educación y la salud pública; las vacunas, por ejemplo, funcionan de tal manera que el beneficio privado de aquellos que se someten a inoculación constituye en conjunto, por la falta de transmisores de enfermedades, un bien público general bajo la forma de una mejor salud pública. Un caso semejante es el lenguaje.

Los bienes públicos se consumen colectivamente, no individualmente. Son bienes que nos colocan a todos, involuntariamente, en el mismo medio o vehículo. No tienen costo marginal, o ese costo no puede ser determi­nado, aun conceptualmente, frente a un acto individual de uso o participación. No están sujetos a decisiones individuales respecto a su cantidad ni calidad y no existe frente a ellos expresión individual de preferencia sobre sus características: todas las decisiones deben ser tomadas socialmente, o tienen ese carácter, lo que les confiere características políticas. Un aspecto central en este asunto es la formalización de esas decisiones. En el caso del lenguaje, tal es el papel de esta Academia.

La mención del dinero que hice anteriormente no es casual, James Tobin, un famoso y respetado economista, ha recordado recientemente la observación clásica de la Teoría Monetaria de que el dinero es como el lenguaje. Ambos son instituciones sociales, sirven de medios de comunicación y tienen el denominador común de ser bienes públicos: propiedad de todos y utilizados por todos.

El punto central de este argumento es que el uso de un lenguaje particular o de un dinero en particular por parte de un individuo, incrementa su valor para el resto de los que ya lo usan o podrían usarlo. Los rendimientos crecientes a escala —para ponerlo en palabras de economista—definidos desde este punto de vista, limitan el número de lenguajes o dineros que existen en una sociedad y, de hecho, permiten explicar que un lenguaje o un dinero básicos tiendan a desplazar al resto. Si bien la Teoría Económica encuentra difícil explicar por qué cierto dinero —o lenguaje— en particular es adoptado por una nación en un momento dado, si somos capaces de encontrar razones económicas muy poderosas para explicar su existencia.

Una de las características que definen a los bienes públicos es que su consumo o uso por parte de un individuo no se traduce en un menor consumo para el resto de los miembros de una colectividad. Piénsese que la recepción individual de una estación de radio comercial es independiente del número de personas que la sintonicen.

En el caso del lenguaje esto no sólo es cierto sino que, como ya lo mencionamos, mientras más generalizado sea su uso mayor será la utilidad para quienes lo hablan y es importante reconocer que la comunidad como un todo se beneficia de su existencia, pero resulta claramente prohibitivo que a título individual nos encarguemos de su mantenimiento, evolución y perfeccionamiento. Por esta razón, desde un punto de vista estrictamente económico se justifica que la provisión y suministro de algunos bienes públicos (la defensa nacional y el orden público son probablemente los ejemplos más claros) recaiga en el Estado. El gobierno es en sí mismo un bien público, y una de sus principales funciones es proveer otros bienes públicos, por lo que resulta enteramente natural que los Estados-Nación vean como una de sus prerrogativas y responsabilidades la definición, acuñación y regulación del dinero en circulación.

Siguiendo esta misma analogía, es comprensible que exista una institución como la Academia Mexicana de la Lengua. Queda claro que todos nos beneficiamos del uso del idioma y que a todos nos conviene que existan una serie de disposiciones que lo regulen. Sin embargo, es igualmente claro que a título individual resulta imposible desarrollar esta tarea, por lo que se requiere la existencia de una entidad que asegure la permanencia de este "bien público".

Me honra mucho ingresar en esa Institución y poder colaborar en las importantes funciones que desempeña; ocupar el lugar de mi maestro Jesús Silva Herzog es, desde luego, un honor invaluable que tal vez no merezco. A su vez, don Jesús ocupó la silla de don Erasmo Castellanos Quinto, quien fuera mi profesor de Literatura Universal en la Escuela Nacional Preparatoria, en el bello edificio de San Ildefonso.

A un lado de haber sido un gran maestro y haber educado a numeras generaciones de economistas, don Jesús Silva Herzog tuvo, entre otros, como oficio principal, el de pensar. Antes que nada, fue un pensador. Su obra escrita está llena de llanezas, secretos y alusiones, entretejidas con su trayectoria vital. Cada página suya es síntesis y resumen de su existencia y representa la armonía personal de un destino que se logró a plenitud, merced a una fuerza de voluntad con sentido heroico.

Don Jesús ejerció la crítica como sinónimo de patriotismo. Sus meditaciones fueron hijas del amor a México y del cariño a su lenguaje; de su ejemplar conducta como hombre público y de su firme, podría decirse descomunal, vocación intelectual. Conocía la profundidad humana de nuestro pueblo; sabía también de la fuerza de la acción colectiva de la ciudadanía y de la importancia de los bienes públicos. El esfuerzo intelectual de Silva Herzog está unido al proceso evolutivo de la Revolución Mexicana. En 1967 decía don Jesús; “Y nosotros dentro de nuestra modestia vivimos inconformes con lo que hacemos y decimos, porque siempre hubiéramos querido decir mejor lo que dijimos y hacer mejor lo que hicimos”.

Otro ilustre miembro de esta Academia, don Alfonso Reyes, recibió a su muerte la dedicatoria de un poema de Jorge Luis Borges, que bien puede compartir con don Jesús y que no resisto la tentación de citar: “La minuciosa providencia que administra lo pródigo y lo parco, nos dio a los unos el sector o el arco, pero a ti total circunferencia". Nada es más descriptivo que las palabras del poeta para compendiar una vida, como la de don Jesús, tan llena de facetas, que resultan fascinantes a propios y extraños. No es posible hacer una relación compendiada de la vida del maestro Silva Herzog. Baste decir que logró, como pocos, equiparar su acción con sus ideales y principios.

Jesús Silva Herzog tuvo un estilo que difícilmente se encuentra en los economistas e historiadores modernos; un estilo provocativo en solidaridades y discrepancias. Casi todo lo que escribió, sus reseñas de libros, sus ensayos, sus conferencias, y hasta sus pláticas, llevan el sello inconfundible de su cultura enciclopédica, de su humildad y de su sentido del humor. El encanto más notable de su prosa lo encontramos en una como risueña vivacidad que iluminaba la diversidad de temas que le interesaban. Precisamente en su Historia del pensamiento económico-social: de la antigüedad al siglo XVI, se cuestiona, refiriéndose al diezmo establecido en el “Deuteronomio”:

¿Qué importancia, pudiera alguien preguntar, tienen para la historia del pensamiento económico unos cuantos versículos dispersos entre mu­chos otros?

 

La importancia es muy grande porque en esos versículos se estableció un impuesto que durante muchos siglos y en muchas zonas del globo iba a caer como pesado fardo sobre las espaldas de los productores.

Más tarde, se preocupa por la distribución de la tierra, cuando dice:

En varios libros del Antiguo Testamento se habla de las costumbres agrarias entre algunos de los pueblos que habitaban en la región de Palestina, consistentes en que cada 50 años, el año del Jubileo, se desconocía a los dueños de la propiedad de sus terrenos y se hacía nueva distribución seguramente para evitar el acaparamiento en pocas manos. Parece que esta sabia costumbre impuesta por normas legales no siempre fue practicada, ni su ejemplo seguido por ninguna otra nación: mas si tal ejemplo hubiese sido imitado, a partir del triunfo del cristianismo, otra hubiera sido la historia de los países de cultura occidental.[5]

También recuerda a Miguel de Cervantes, citando a don Quijote cuando les dice a los cabreros:

Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellas el oro, que en esta nueva edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de “tuyo” y “mío”. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto [...] Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiere hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. [6]

Silva Herzog no se olvida de sus lectores, éstos asumen un papel activo: los llama, los atrae, los emplaza y frecuentemente los reta hasta que se brinda fecundo diálogo.

Siempre sucede lo mismo: al abandonar cualquiera de sus trabajos, queda la sensación de haber tomado parte en la más fructífera de las controversias. La bibliografía del maestro Silva Herzog es muy amplia, orientadora y totalmente comprometida con la libertad, con la justicia y con la lengua.

Destaca en su quehacer la revista que él fundó, Cuadernos americanos, que desde su nacimiento fue baluarte de sinceridad y pluralidad. Dio albergue en sus páginas a los perseguidos de las tiranías, a la víctimas del fascismo, a colaborar en sus secciones permanentes de política, economía, relaciones internaciones y letras. En Cuadernos americanos, tribuna de la democracia y los esenciales derechos del hombre, compartió sus afanes, como lo hizo en esta Academia a la que ahora me honro en ingresar.

El pensamiento de don Jesús Silva Herzog está presente y compromete mi adhesión a esta Honorable Academia de una manera íntegra, honesta y participativa a través de la investigación y de la superación académica.

Formar parte de un organismo ejemplar es una satisfacción y un carisma, pero sobre todo un reto, y una responsabilidad con la sociedad, con la institución y con uno mismo.

 


[1] Edward A Sapir, (1910-1944), Selected Writing, in Language, Culture and Personality; Edited by David G. Mandelbaum, Berkeley; University of California Press.

[2] Sapir, 1949, p. 162.

[3] George Steiner, Después de Babel: aspectos del lenguaje y la traducción, Lengua y estudios literarios, FCE, 1980. P.67

[4] José Ortega y Gasset, “Miseria y esplendor de la traducción”. en Obras completas (1933-1941), tomo v, séptima 7a. Ed., 1970, Ediciones de la Revista de Occidente, pp. 434-436.

[5] Jesús Silva Herzog, Historial del pensamiento económico-social: de la antigüedad al siglo XVI, México: FCE, 1979. pp. 17-18.

[6] Jesús Silva Herzog. Ibid., pp. 123-124.

 

Respuesta al discurso de ingreso de don Leopoldo Solís

 

 

En una parte de su impecable discurso, Leopoldo Solís señala que James Tobin ha recordado recientemente la observación clásica de la teoría monetaria de que el dinero es como el lenguaje. Esto, unido a su idea central de los bienes públicos, me permitió ver con mayor amplitud algunas coincidencias entre la economía y la literatura, que antes sólo había registrado anecdóticamente a propósito de escritores que vincularon en su vida ambas actividades. Recordé, por ejemplo, al poeta Gil Vicente al frente del tesoro de la corona portuguesa, y a nuestro Manuel Payno, que como secretario de Hacienda alternó la literatura con los problemas de nuestra deuda externa, asuntos ambos que resolvió con mejor suerte, acaso, que algunos colegas suyos de nuestros días. Pero, además, confieso que el tema es un puente de plata para recibir en el seno de nuestra Academia Mexicana a uno de los más brillantes economistas que ha dado México.

Ignoro si hay un estudio sistemático, desde su punto de vista, sobre la invención de la moneda y la invención del alfabeto, o incluso sobre la aparición simultánea de ciertas formas poéticas y la generalización del uso de la moneda. En las transacciones comerciales se encuentra, por otra parte, uno de los orígenes de la traducción, que Leopoldo Solís también toca en su discurso. Porque al mismo tiempo que se aprendía otra lengua para dar a entender las ventajas de los productos que un grupo intercambiaba con otro, se perfeccionaban otros elementos para facilitar la equivalencia de los productos mismos. No es por azar que los primeros grandes comerciantes, los fenicios, hicieran equivalentes valores sonoros y ciertas grafías que seguimos llamando hasta nuestros días signos alfabéticos. Al parecer, la economía y la escritura (la literatura, las letras, podríamos decir con propiedad) testimonian así su origen común. La Lineal B, que nos remonta a la época homérica, es otro buen ejemplo histórico del vínculo de los destinos de la economía y el lenguaje.

Relevante fue el siglo VII a. C. en Grecia, porque coincidieron el surgimiento de la moneda, el surgimiento de la escritura alfabética y el nacimiento de la poesía lírica, poesía a través de la cual se formuló por vez primera el concepto de persona humana, de individuo, y que es el comienzo de la modernidad de la cultura occidental. ¿En qué medida estos fenómenos culturales demuestran esa liga entre economía y lenguaje que Leopoldo Solís ha planteado en sus observaciones sobre el bien público?

Ferdinand de Saussure, en su Curso de lingüística general apuntó en varios pasajes fundamentales las analogías entre los métodos de análisis de las disciplinas económicas y las lingüísticas. En los capítulos medulares de su explicación del signo, compara el valor de los signos lingüísticos con el valor de la moneda. Le preocupó distinguir en el valor de una palabra, su propiedad de representar una idea y la significación misma, pues de otro modo se reduciría la lengua a una simple nomenclatura. Explicó, pues, que los valores están siempre constituidos:

1°, por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por determinar;

 

2°, por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor está por ver.

Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1°, que se la puede trocar por una cantidad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2o, que se la puede comparar con un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo semejante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de su misma naturaleza: otra palabra. Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede trocar por tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla con los valores similares, con las otras palabras que se le pueden oponer. Su contenido no está verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la palabra forma parte de un sistema, está revestida no sólo de una significación, sino también, y sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.

En este pasaje están latentes otras preocupaciones que Leopoldo Solís apuntó en su discurso. Uno de ellos, por supuesto, el de la traducción, es decir, la equivalencia de valores semánticos entre varios sistemas lingüísticos.

La traducción es la experiencia fundamental de la cultura humana, la cúspide de un proceso fundamental de la actividad cognoscitiva humana. Vivimos socialmente gracias a la traducción en un grado tal que no nos percatamos ya de su extensión social. Pero la traducción no es el momento inicial ni el momento final del fenómeno que entraña. Todo texto, traducido o no a otra lengua, requiere primero una traducción previa, un traslado previo: el que va de él al lector, sobre todo si recurrimos a los conceptos de que a veces se vale Steiner, decodificar un código. El Quijote no es el mismo de un lector a otro; incluso no es el mismo en los distintos mo­mentos de la vida de un solo lector. En el proceso de la significación podemos afirmar que el río de un verso nunca es el mismo, que nadie se sumerge dos veces en el mismo verso.

El texto es, incluso, y eso lo sabemos los poetas, una traducción en sí mismo, siempre quizás insuficiente por provenir de otra parte de nuestra vida que no barruntamos como lenguaje, sino más bien como luz, como atmósfera, como vida inexpresable. Dios, especialmente, es traducción; imposible el gran mundo de las religiones sin la traducción de libros sagrados en todas las lenguas. Hombre, es también uno de los conceptos sostenidos por la traducción: imposible la historia humana, los griegos, los chinos, los romanos, Europa, la Revolución Rusa, el mundo, sin la traducción.

Por eso debemos señalar dos grandes errores de Ortega en los pasajes citados por Leopoldo Solís: el de que el traductor es un hombre apocado y el de que todo autor traducido nos parecerá siempre un poco tonto. Ambas afirmaciones son muy limitadas para entender la realidad cultural de la traducción, el universo social que ella permite desde los traductores de la Biblia, los cilindros de Gilgamesh o la piedra Roseta, hasta las traducciones de Marx o de Keynes.

Leopoldo Solís señala uno de los problemas importantes a este respecto: el desacuerdo en las traducciones de obras de economía, que bien podemos desplazar a todas las otras disciplinas científicas. Señala que el análisis económico y sus innovaciones metodológicas y conceptuales se realizan preferentemente en otros idiomas. A menudo, podemos decir nosotros, tales innovaciones corresponden a propiedades particulares del inglés, que se asientan como propiedades generales de todas las lenguas o aun de la realidad objetiva. Algunos investigadores hacen lingüística transformacional del inglés creyendo que lo están haciendo de la realidad total del lenguaje, y algunos filósofos británicos, al decir de Mundle, hacen filosofía de la lengua inglesa creyendo que están renovando la teoría del conocimiento.

El traductor argentino traduce, pues, tratados de biología, de física, de economía, sin acuerdo previo con sus colegas colombianos, españoles o mexicanos, produciendo una confusión grave para la comunidad científica en nuestra lengua. Este acuerdo, quizás promovido desde las Academias por especialistas como Leopoldo Solís, por nuevos académicos como él, sería una tarea útil para todos los científicos en la evolución de la ciencia en español.

Pero Leopoldo Solís despliega la agudeza de su análisis en la explicación del Bien Público, su regulación y su analogía con el lenguaje. Muchas preocupaciones nos sugiere su exposición. Una, en mi caso, la de integrar ciertos momentos de la historia del mundo, como lo apunté al iniciar esta respuesta; pero otra, también, que reviste una actualidad notable para la vida política de México. Afirma que el bien público es aquel que, entre otras cosas, puede ser gozado o aprovechado sin ser consumido, puesto que se derivan beneficios de él sin ningún acto de apropiación. Señala que la salud pública es uno de esos bienes. Agregar flúor al agua, por ejemplo, repercute en la salud pública de una manera semejante a la inoculación de vacunas, pues la falta de transmisores de enfermedades favorece en conjunto ese bien público. Dado que tales bienes son gozados colectivamente hay una razón natural para que sean administrados por el Estado. Pues bien, con sus repetidas alusiones al lenguaje y su ejemplo de la estación de radio comercial cuya recepción individual es independiente del número de personas que la sintonicen, me convenció de que el Estado debía al reconocer que medios de comunicación como la televisión y la radio son bienes públicos, someterlos a un control estatal, como ocurre en Inglaterra o en Francia, puesto que pueden afectar la salud pública más que la falta de flúor o la insuficiencia de vacunas.

Pues la Academia no administra nuestro idioma como lo hace el Estado con los bienes públicos; la Academia pondera, estudia y reconoce la vigencia del caudal de la lengua que produce y mantiene el pueblo, el escritor, el científico. Como el economista, la Academia enfrenta, con sus humanas armas, un fenómeno que puede prever, pero que lo rebasa; la riqueza o miseria de los pueblos, en especial en épocas como la nuestra, es más que el economista; el lenguaje es más que nosotros.

Leopoldo Solís dijo al inicio de su discurso que el lenguaje constituye, en sí mismo, una manera de ver el mundo y la vida, una cosmovisión. Creemos así, con él, muchos poetas. Hemos visto en el lenguaje la verdad de todo, la escala de todo. Horacio mandaba regresar al yunque todos los versos mal torneados; Dante, llamaba a Arnaut Daniel il miglior fabbro del parlar miaterno, es decir, el mejor herrero, elogio que retomó Eliot para Ezra Pound. Juan José Arreola dice que procede en línea directa de dos antiquísimos linajes; que es herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De ahí su pasión artesanal por el lenguaje. Moisés y San Juan, por su parte, afirmaron que el mundo se creó por la palabra; otros, como Vicente Huidobro, afirmaron que la poesía es una nueva creación, la continuidad de la aurora de la creación. En medio de estas visiones extremas, Borges dice, con Leopoldo Solís, que un idioma no es un repertorio arbitrario de símbolos. Que un idioma es una tradición, una forma de sentir el mundo. La Academia forma parte de ese mismo mar cultural que constituye el idioma, de esa misma vida primigenia que constituye la expresión del pensamiento humano.

Esta noche, me honra recibir en esta Academia Mexicana a Leopoldo Solís. Su gran inteligencia, su altísimo magisterio, su invaluable investigación, su vasta obra escrita en varias lenguas, enriquecerán, sin duda, los trabajos de esta Casa. Consejero insustituible en importantes organismos internacionales en asuntos económicos; asesor editorial de numerosas revistas especializadas, nacionales y extranjeras; investigador insuperable durante muchos lustros en los enclaves fundamentales de la economía nacional, como lo es el Banco de México; autor indispensable para entender, a través de sus libros primordiales, la vida económica del México de nuestro tiempo, lo recibe la Academia Mexicana en su indiscutible calidad de escritor, en su calidad de gran pensador de las disciplinas económicas, de gran maestro; en su calidad de gran hombre de México. Me honra ser el primero en decirle, aquí, esta noche, ¡bienvenido!

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